Los/las jornaleras agrícolas, aún más precarios durante la crisis del Covid-19

Como respuesta a la incontrolada expansión de personas infectadas por el virus COVID-19 en España, el gobierno central decretó el estado de alarma el pasado 13 de marzo bajo la consigna #QuédateEnCasa, cerrando temporalmente empresas con actividades consideradas no esenciales y obligando a las que continúan su actividad a adoptar medidas de prevención para sus trabajadores. El sector agroalimentario es considerado, lógicamente, como un sector esencial para el mantenimiento de nuestras vidas. Pero, ¿qué está pasando con las personas trabajadoras en el sector agrario? ¿se están adoptando las suficientes medidas para proteger a estas personas? Las asociaciones agrarias se han lanzado a las redes sociales a mostrar las medidas de prevención que se están adoptando en las explotaciones, por ejemplo, enseñando imágenes en las que jornaleros/as operan una enorme cosechadora y empaquetadora de lechuga separados 1 metro de distancia y luciendo de forma impecable sus guantes y mascarillas. Estas medidas de prevención, no obstante, deberían ser las habituales al manipular alimentos. Siempre. ¿Qué ha cambiado entonces?

La realidad es que poco. Los/las jornaleras agrícolas, el eslabón más débil de esta estructura productiva, tienen su lugar de trabajo en los cientos de explotaciones de los distintos enclaves productivos agrícolas que alberga España. Estos territorios están dedicados al suministro de fruta y verdura de medio mundo, utilizando para ello a miles de trabajadores de origen inmigrante que son considerados mera fuerza de trabajo, pero casi nunca ciudadanos de pleno derecho. En los últimos años, la fuerza de trabajo agrícola es suministrada por diversas empresas de intermediación laboral que disponen de un “ejército de cuerpos” listos para ser puestos a disposición de un negocio de la alimentación mundial que demanda la disponibilidad total, flexibilidad y especialización de dichos trabajadores, pero que, a cambio, ofrece retribuciones ridículas y condiciones laborales penosas para una actividad profesional de semejante valor social.

En las condiciones habituales en que desempeñan su trabajo, una mascarilla y unos guantes no mejoran en nada su situación. Miles de personas trabajadoras en esos enclaves duermen y malviven en asentamientos y soluciones habitacionales muy precarias, donde las condiciones de salubridad e higiene están lejos de satisfacerse, tal y como señalaba el relator especial de la ONU en su reciente visita a nuestro país. Tras largas y extenuantes jornadas de trabajo, estas personas vuelven a sus asentamientos a #QuedarseEnCasa, si la tuviesen, junto a una docena de compañeros/as hacinados en un puñado de metros cuadrados de cartón y chapa. Como reconocía una trabajadora hace unos días, “esperemos que no llegue el virus, o nos hará polvo”.

En otros enclaves donde las campañas agrícolas se extienden hasta los 9 o 10 meses al año (como en los “mares de plástico” o los policultivos intensivos del levante mediterráneo), algunas personas trabajadoras de origen inmigrante han logrado estabilizar mínimamente su situación, pudiendo reagrupar a la familia en España, regularizando su situación y logrando integrarse satisfactoriamente en la sociedad de acogida. Estas personas, sin embargo, se levantan de madrugada para desplazarse a explotaciones hasta 200 y 300 kilómetros alejadas de sus casas, en furgonetas abarrotadas de compañeros/as, a trabajar a destajo, con escasas posibilidades de lavarse las manos ni cumplir mínimamente con las recomendaciones de higiene, prevención o distanciamiento social decretadas por el estado de alarma.

Llegados a este punto, cabe preguntarse ¿qué alternativas existen para garantizar nuestra alimentación y unas condiciones dignas para los trabajadores agrícolas? ¿se puede garantizar la seguridad y dignidad de las personas trabajadoras con el modelo actual? ¿tiene sentido dicho modelo? Una reflexión más audaz podría cuestionarse ¿asistimos, acaso, a la crónica anunciada de la muerte del modelo agro-exportador? Sigue soñando.

De nuestro modelo agrícola se han hablado incontables bondades en los últimos años. No en vano, se asegura, España es la “huerta de Europa”. Pero poco queda de la huerta. Desde hace más de 30 años, numerosos enclaves productivos agrícolas se han transformado en gigantescas fábricas de fruta y verdura para su comercialización en todo el mundo, al tiempo que se han convertido en gigantescas fábricas de precariedad laboral para sus personas trabajadoras, mayoritariamente personas de origen inmigrante.

Mediante la inserción de estos territorios productivos locales en las redes de producción globales, se produjo una progresiva desposesión material de los recursos y espacios locales para ponerlos a disposición de la maquinaria de acumulación capitalista agrícola. Los procesos de acumulación agroalimentaria se fundamentan en la apropiación y desposesión de lo “distintivamente local”, es decir, de los recursos y las culturas agrarias campesinas, mediante la desconexión entre la producción, las capacidades territoriales y los mercados de trabajo locales. Esto se tradujo, entre otras cosas, en una extensión de regadíos “ganados al desierto”, la implantación de monocultivos, la excesiva dependencia de influjos e insumos externos y la sujeción total a las exigencias de los mercados internacionales. En definitiva, la destrucción de la agricultura tradicional y la soberanía alimentaria de estos y otros pueblos, incapaces de competir con los gigantes del mercado. La descampesinización del agro español culmina con la concentración de la producción en unas pocas empresas multinacionales que acaparan la mayoría de superficie cultivable, es decir, que acaparan nuestra capacidad colectiva de alimentar-nos.

A propósito de la crisis del COVID-19, han emergido numerosas voces cuestionando la viabilidad de una globalización capitalista que externaliza y niega nuestro control soberano sobre la producción de bienes esenciales, como son la comida o las mascarillas, a costa de la explotación de ciudadanos considerados de segunda categoría. Algunas de estas voces ya reclaman una revalorización de los territorios rurales como lugares de soberanía ciudadana, de autoabastecimiento, donde caben los cuidados comunitarios, redes de consumo alternativas a las grandes superficies y, en suma, donde cabe cierto control sobre nuestra alimentación y la reproducción de nuestras vidas.

Habrá que reflexionar sobre todo lo anterior desde ya, pero especialmente cuando se vislumbre una supuesta salida de la crisis. Hace unos días, el filósofo coreano de moda, Byung Chul Han, decía que el virus no hará la revolución por sí mismo. La revolución vendrá de la mano de esas voces que cuestionan el modelo, de los recién llegados y de los que llevan años empujando el cambio. Que esta sociología en cuarentena, que nunca podrá ser confinada, sirva para aportar elementos a esa reflexión.


Publicado por Luis Rodríguez-Calles.

Investigador en el Instituto Universitario de Estudios sobre Migraciones (Universidad P. Comillas).